Todo el mundo era feliz hasta que llegaron los hombres de negro. Arribaron desde el oeste en una noche fría, con sus pesados sobretodos y lúgubres semblantes, y se instalaron en un suburbio olvidado de nuestro pueblo. Al principio no molestaban a nadie y por eso los lugareños no les hacían demasiado caso. Pero con el tiempo, sus libros y sus palabras extrañas, cual perniciosa propaganda, comenzaron a expandirse por nuestra entonces pulcra y civilizada sociedad. Así fue que sus ideas extravagantes cambiaron la forma en que vivíamos.
Lo noté por primera vez una tarde a principio del año lectivo, cuando en el auditorio de la facultad donde soy profesor aparecieron tres mujeres, lo que era una cosa muy extraña. Todos sabíamos el honorable rol que ocupaban las mujeres en nuestra sociedad. El rol de continuar la especie y de formar a los hombres del futuro, de alimentarlos con su leche que es única e irrepetible, de prepararles la comida con los nutrientes que solo una madre puede dar, de hacer del hogar un ambiente limpio y sano para su cónyuge y su progenie. La responsabilidad y el don más grande les habían sido otorgados a ellas, al ser más sabio y más afortunado de la creación.
Ese fue el comienzo de la depravación en nuestra sociedad, que alguna vez había sido tan decente e impoluta. Poco a poco las mujeres comenzaron a tener menos hijos y a asistir más a la universidad, las iglesias comenzaron a perder adeptos y cada vez más libros apócrifos fueron apareciendo en las calles. Fue así que el descaro y el impudor se abrieron paso, de forma lenta pero segura, para, finalmente, hacer nido en el seno mismo de nuestra desafortunada comunidad.
Cuando todos eran felices, antes de la llegada de los hombres de negro, la decencia y el recato reinaban en cada esquina, y en cada casa había un jardín hermoso con rosas de impecable carmín, dispuestas en perfecta y simétrica armonía. Nadie, en aquel entonces, hubiera pensado en romper el orden que reinaba desde el comienzo de los tiempos, orden que constituía una verdad inamovible, porque eso es lo que decían las sagradas escrituras, las mismas que el padre Juan leía en misa cada domingo.
Recuerdo que las mujeres se levantaban temprano y preparaban a los niños para ir a la escuela. Luego trabajaban la tierra con esmero, regaban los rosales antes del mediodía para que se conserve la humedad del suelo, celosamente podaban las ramas para custodiar la simetría de los jardines. Luego lavaban la ropa, aseaban la casa y se disponían a preparar la comida.
Qué felices eran todos cuando el mundo era como debía ser, antes de la nefasta influencia del oeste, cuando cada uno tenía su rol en la sociedad y nadie se atrevía a discutirlo. Cuando uno podía llegar a casa, al tierno abrazo de su mujer y encontrar una deliciosa comida caliente en la mesa, leer el diario en absoluta tranquilidad y luego tomar una copita de ron con un amigo en algún bar. Cuando las rosas aun resplandecían en los jardines, agrupadas de dos en dos o de cuatro en cuatro, obedeciendo a una belleza perfectamente simétrica, belleza que, por lo demás, representaba la felicidad que reinaba en cada uno de nuestros hogares.
Pero ahora todo ha cambiado. Ahora los yuyos están creciendo en los jardines y matando a las rosas, robándoles el agua y succionando los nutrientes del suelo. Los pocos rosales que sobreviven crecen desmedidamente y se trepan por las alambradas. Ya no tienen flores, o si las tienen, éstas se desparraman de forma errante, se expanden, libre y despreocupadamente, mezclándose entre la maleza.
Y cada vez se hace más difícil encontrar una mujer con todas las letras. Que ame a su hombre y que decida darle hijos, que cuide de su jardín y de sus rosales. Que, en su inigualable sabiduría, asuma el rol que le corresponde: el de continuar la especie. Una mujer que se preocupe por formar a los hombres del futuro, que les prepare la comida con los nutrientes que solo una madre puede dar, que haga del hogar un ambiente limpio y sano para su cónyuge y su progenie.
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