Invasión Z

La ciudad en donde vivo está siendo invadida por zombis pero nadie parece darse cuenta. Lo sé porque los he visto y aún los veo yendo y viniendo por las calles, comprando en los centros comerciales, cenando en bares y restaurantes. Es que los zombis en su perversa astucia se esconden entre la gente, se camuflan en la multitud agazapados cual león ante su presa, desapercibidos pasan para todos menos para mí.

Con terror los veo pasearse por las anchas avenidas, hacer fila en los bancos, temerosa los observo en los supermercados y en las plazas, deambulando impunemente entre la multitud. Pero hay alguien (quizás ellos ya lo sepan, quizás sea una parte más de su juego macabro, otra desdichada pieza en su tablero de ajedrez), hay alguien cuyo espíritu no logran engañar. Por algún motivo que desconozco mis ojos son inmunes a su hechizo, mi mente es resistente a su engaño.

¡Pero con qué impecable perversidad, con qué maquiavélica precisión de relojero llevan a cabo los zombis sus siniestros planes! Astutos y seductores atraen a sus víctimas, las envuelven en dulce hipnosis para luego despojarlas de sus almas y adueñarse de sus cuerpos, y así disfrazados de inocentes mortales llevan a cabo su crimen perfecto, su colonización silenciosa. Amedrentado tiembla mi corazón al verlos representar sus roles tan a la perfección, al ver a esos avezados actores en su papel de personas ordinarias.

Como ese hombre tan decente y prolijamente encorbatado, sí, ese mismo que se baja del carro y entra a la oficina diciendo buenos días, el que paga sus cuentas siempre a tiempo y al que las viejas del barrio adoran porque “¡qué ejemplo de hombre!”, “¡tan joven y ya sentó cabeza!”; tiene  hijos y una hipoteca y por supuesto una esposa que es “un amor”, una “chica de bien”, una “madre ejemplar” porque lava y plancha, cocina y limpia.

Pobres viejas del barrio, inocentes víctimas de un terrible engaño. Si sólo se atrevieran a ver un poco más allá, si no estuvieran tan ocupadas con la novela de las tres y con el nuevo novio de la vecina quizás pudieran leer entre líneas, quizás pudieran entender. Y entonces sabrían la verdad, entonces verían como yo veo al hombre encorbatado por lo que realmente es: un monigote, un ente habitado por la nada misma, un cuerpo poseído por un zombi.

Pero quizás este hombre estuvo alguna vez realmente vivo, tal vez en algún atardecer ya pasado su corazón latió palpitante de sueños e ilusiones, a lo mejor en una noche lejana soñó con ser trompetista de jazz o malabarista de circo. Pero si ese muchacho alguna vez existió, si alguna vez la sangre corrió por sus venas ahora inútiles, hoy es solamente un muerto en vida, un cuerpo vacío andando de acá para allá en su sarcófago AUDI o BMW, condenado a la muerte eterna sin salvación ni retorno, porque no hay ni retorno ni salvación para aquellos que han caído en las fatídicas garras de los zombis.

Y mientras todo el mundo muy ocupado con el partido de fútbol y el noticiero de las nueve (pero eso sí, en pantalla gigante de alta resolución), yo veo a los zombis ir y venir inadvertidos. Y son cada vez más, están en los buses, en los colegios, en las calles, en todas partes. Los reconozco por sus semblantes apagados y sus expresiones ausentes, por sus miradas inertes en las que alguna vez brilló una llama ya irremediablemente extinta.

Amenaza ominosa, terrible de tan silenciosa, de tan secretamente traicionera, que poco a poco se abre paso clandestinamente por la ciudad, por el país, por el mundo, en lenta e implacable invasión hasta que ya sea demasiado tarde, hasta que por la faz de la tierra solo caminen los muertos en vida, los títeres de otro, los despojados de la libertad y del raciocinio, de los sueños y de las ilusiones, de la alegría de vivir.

Desesperada e impotente, atrincherada en mi insoportable lucidez observo la colonización de la que al parecer soy la única testigo. Y sabiendo que no me queda mucho tiempo, que pronto seré irremediablemente una de ellos, nada me queda por hacer salvo escribir estas palabras, para arrojarlas al mar, para lanzarlas al viento. Quizás en algún rincón alejado haya alguien que se anime a escuchar y a mirar más allá, a correr el velo y desenmascarar la verdad que se oculta a plena luz del día.

Y entonces ya no estaré tan sola, entonces sabré que en alguna parte del mundo hay alguien como yo, alguien que a pesar de estar a merced de amargo destino se aferra a una última esperanza.

A la esperanza de que la llama de la humanidad persista, de que aún exista aunque muy tenue en algún rincón oculto de los corazones, de que esa llama algún día decida dar pelea, que decida luchar por todo lo que es hermoso en este mundo, por la frescura de los bosques y la belleza del océano. La esperanza de que la humanidad renazca en renovada plenitud y de que los nuevos humanos rían más, de que sueñen y jueguen más, de que sepan amar y perdonar, de que sean más sabios y más buenos, más puramente humanos que lo que nosotros hemos sido.

Mi corazón sonríe con pensamientos tan lindos aunque de repente escucho un ruido, unos pasos rápidos y una respiración pesada detrás de mí, es el hálito de la muerte que me ha venido a buscar. Y entonces entiendo que ya es hora, y cierro los ojos muy fuertemente y pienso en la sonrisa de un niño, en un atardecer anaranjado detrás de un puente sobre el mar, para que mi llama no muera por completo, para que siga viviendo aunque muy enterrada dentro mío, para perseverar y florecer algún día en renovada humanidad.

Entonces un aguijón punzante se clava en mi espalda, me estremezco con un frío glacial y siento un dolor desgarrador aunque no por mucho tiempo porque enseguida es la oscuridad, mis cinco sentidos diluyéndose lentamente en un pozo insondable que no es otra cosa que la nada misma, que es el vacío de la noche eterna, que es el silencio de la soledad.

 

 

Photo by Papaioannou Kostas on Unsplash

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