¡Cuándo vas a tener tu propio hijo!, me grita la señora desde el otro lado del pasillo. Me ruborizo ante ese llamado de atención tan público, tan en cierta manera agresivo. Y ahora se me acerca la señora, con pasos decididos acorta la distancia que nos separa en el pasillo de una empresa en la que las dos trabajamos, yo hace unos pocos años y ella hace pareciera una eternidad. Desde algún pueblito perdido de Europa llegó hace mucho tiempo, quizás en busca de tierras más cálidas, de paisajes con palmeras en las lánguidas costas del caribe para ahora, de este lado del tiempo, ágil como un gato acercarse hasta mí en el estrecho pasillo de la empresa. Y no puedo evitar tenerla encima, verla parada en frente mío, su cuerpo esbelto y su espalda erguida en intacta postura, sus ojos por arrugas circundados delatan un atisbo de algo que alguna vez fue belleza.
¿¡Cuándo vas a tener tu propio hijo!? Repite la pregunta gritándome en la cara. Entonces quiero explicarle, quiero decirle que no es necesario haber parido para ser madre, quiero contarle como salta mi corazón al ver a mi hijastro corriendo sonriente a mi encuentro pero por supuesto no alcanzo a pronunciar palabra, porque ya me está hablando del lunar que le sacaron de la cara, levanta la cabeza y frunce la nariz en una mueca extraña con la loable intención de mostrarme su cicatriz, mientras al mismo tiempo me habla de lo peligroso que es el cáncer de piel y de su terrible preocupación de trabajar todos los días bajo el sol.
La situación se está tornando un poco incómoda, grotesca si se quiere. En un intento de escaparme le digo que qué lástima, que cuanto lo lamento pero tengo un compromiso ineludible que requiere mi inmediata atención. Luego le sonrío amablemente y me doy cuenta que fui una ilusa pensando que podría escapar tan fácilmente de la señora, al menos sin antes escuchar la larga lista de sus intervenciones quirúrgicas en todos sus detalles, incluidos por supuesto los nombres, apellidos, segundos nombres y fechas de cumpleaños de cada una de las enfermeras, instrumentadoras, mucamas, asistentes, y hasta el color de camisa que llevaba el médico en cada ocasión. Pero claro, haciendo especial énfasis en cada centavo, en cada dólar ganado con “sacrificio”, capital que tuvo que ser forzosamente invertido en su “delicada” salud, y del que lleva una impresionantemente exacta contabilidad.
Veo sus ojos brillar de placer y adivino en su semblante una cierta satisfacción morbosa, mientras su discurso se explaya en la detallada descripción de vesículas inflamadas y cálculos en los riñones, y hago un segundo intento de escapar pero esta vez me atrapa, físicamente me atrapa, fuertemente me aprieta el brazo con su mano mientras desde su boca desfilan una tras otra asombrosas cantidades de infecciones, de caderas quebradas, de hernias y desgarros.
Y mientras el sol cae y las oficinas comienzan a vaciarse, yo sueño cándidamente con una copa de vino y con Charles Dickens, con una realidad que podría ser otra muy distinta a esta en la que estoy prisionera, a esta en donde un angosto pasillo y una mano firme. Una realidad en la que supe decir que muchas gracias pero que un compromiso ineludible, y ¿cómo, seis horas de cola en el seguro?, ¡qué barbaridad!, que qué interesante pero mire usted requiere mi inmediata atención; y la fila es solo para sacar turno porque los estudios; ¿qué hora será?; no los hacen el mismo día, y además una ecografía en el hospital Paitilla cuesta 70 dólares; ah, mire usted, no sabía y ¡mire la hora que es!, ya es hora de irme; ¿y cuándo vas a tener tus propios hijos?, mira que el tiempo se pasa querida, mi hermana tuvo la nena a los treinta y seis años y casi no sobrevive el parto, no es por nada, te digo para que lo pienses.
Ineludible.
Mis ojos a esta altura llenos de desesperanza, contemplan las incipientes luces de la ciudad brillando en la penumbra.
¿Te conté acerca del lunar que me sacaron de la cara?
Ilustración: Silvia Cantenys