Ilustración: Francisco Correa (@franciscorrea51)
Marta se rasca la oreja mientras Igor observa fijamente un punto en el vacío y Sosolia garabatea frases en un cuaderno. Son tres terribles terrícolas sentados en la mesa de un bar los que protagonizan esta no-historia, los dueños irrefutables de este momento en el que Igor habla sobre visitantes del futuro ante los azorados ojos de Marta, y Sosolia estalla en ataque de ira al enterarse que ya no hay más aguacates.
Hay una familia vestida de colores en este bar en donde un juego de fútbol pasa desapercibido en tres pantallas diferentes, y hay un muchacho absorto en su teléfono y también una pareja, pero nadie como los tres terrícolas que enlazados en amena conversación comen y beben, mientras afuera el sol del mediodía calienta las calles de una ciudad cuyo nombre nos elude, que es rincón olvidado en algún lugar del globo.
Y entonces, mientras abrasante el calor allá afuera palpita, al amparo de la penumbra Igor relata sus aventuras navieras para gran alegría de Marta, y Sosolia ahora contenta porque al fin llegaron los aguacates.
Así, azotando el aire con sus carcajadas, los tres terribles terrícolas entre copas de vino y arepas iluminan por un ratito la pesada atmósfera del lugar, aunque sea por un instante las mesas del bar parecen un poco menos lúgubres, el semblante de las personas un poco menos melancólico.
Incansables exploradores de la vida, tres tremendos terrícolas protagonistas de ninguna historia, anónimos héroes desafiando la pesada monotonía del día a día. Tan tremendos, tan terribles, tan subrepticiamente extraordinarios, juegan a la pelota con la vida y así entre carcajadas y chistes se marchan como vinieron, la puerta se cierra tras de ellos mientras todavía el fútbol, todavía el muchacho del teléfono y la atmósfera que ahora se siente otra vez pesada, otra vez sombría y triste en la penumbra del bar.